Hace pocos días vino a verme al despacho una persona de esas que ya presientes que son especiales. Doctora en economía y profesora en un par de universidades, me plantea la siguiente inquietud:

“Mis alumnos de último curso deben presentar un trabajo de fin de carrera para aprobar la asignatura. Es preciso que lo hagan en grupo y siempre entraña un proceso creativo, donde deben aportar algo más de lo que han aprendido a lo largo de las clases. Una parte de mis alumnos son brillantes, con expedientes académicos sobresalientes. Individualmente su rendimiento es muy alto, pero no queda en absoluto reflejado cuando trabajan en equipo. De hecho, la calidad de los trabajos que recibo suele ser más bien mediocre. En gran medida, los formamos más para competir que para colaborar y me estoy dando cuenta de que cometemos un grave error”.

Es habitual observar la dificultad que tenemos las personas, en cualquier ámbito de nuestra vida, para relacionarnos y comprometernos sinceramente en torno a un mismo objetivo. Abandonar el enfoque personal y abrazar la visión colectiva no resulta nada sencillo. Nos falta entreno.

Y el entorno laboral no es una excepción.

A fin de cuentas, lo que me decía esta doctora en economía era que sus alumnos no sabían trabajar en equipo. ¡Y muchos de nosotros tampoco!

La enorme potencialidad que supone sumar capacidades se traduce en equipos compenetrados, enfocados hacia la consecución de un objetivo común. Para que sea posible, es preciso prestar atención a ciertos aspectos clave. Veamos:

# No a la jerarquía.

Los entornos jerarquizados coartan la creatividad y la participación. Si organizamos la tarea en proyectos y destinamos a cada proyecto el mejor talento atenuando el eslabón de mando, permitiremos que las capacidades individuales emerjan y configuren la relación grupal.

# La simbología inspira.

Si hemos dicho que la jerarquía inhibe la aportación, mejor hacer las reuniones en torno a una mesa redonda, donde el rango no tiene cabida. No hay una cabecera que preside ni asientos privilegiados a izquierda, derecha o en frente. Es una forma sutil de evidenciar la democratización del grupo.

Alegóricamente, la mesa alrededor de la cual se sentaban los caballeros del Rey Arturo era redonda pues se consideraba que ninguno de ellos era superior a otro.

# Pregúntale a cada miembro del equipo.

¿Y tú que habilidades aportas a este proyecto? Cuando constituimos un equipo de trabajo solemos pensar básicamente en las habilidades técnicas de sus componentes. Una vez seleccionados les contamos cuál es el objetivo del proyecto confiando en sus capacidades racionales. Les damos instrucciones y nos encomendamos a su saber hacer sin habernos cerciorado de que, efectivamente, sepan trabajar en equipo y estén dispuestos a cooperar y todo lo que este término entraña.

Una forma de empoderar al grupo desde el primer momento es convocando a todos sus miembros a una reunión donde se explique el desarrollo que deben conseguir y a continuación invitarlos a que expresen qué habilidades van a aportar a este proyecto en concreto. Y no deben ser únicamente técnicas.

Para ilustrarlo, supongamos que el reto consiste en sacar al mercado una nueva app que facilita el aparcamiento en las grandes ciudades. Un integrante del equipo podría comentar: yo aporto mi experiencia en programación y mi sentido del humor. Otro podría añadir: yo mis conocimientos en diseño y mi habilidad de escuchar.

De lo que se trata es de que cada persona se comprometa frente a los demás a aportar determinadas capacidades que cubran tanto el aspecto racional como emocional. Que se hagan suyo el proyecto desde el primer momento, más allá de ejecutar una instrucción.

# Equilibrando el nivel de aportación.

Tradicionalmente las reuniones periódicas de seguimiento de la evolución del proyecto suelen hacerse con determinadas personas del equipo, que equivalen a las de mayor rango, donde se despacha el ritmo de consecución de los retos prefijados y donde se transmiten nuevas instrucciones.

La propuesta es realizar las reuniones de seguimiento con todos los miembros del equipo y, si es demasiado numeroso, dividirlo en subgrupos manejables, sin que el criterio de segmentación sea la jerarquía.

Resulta tremendamente enriquecedor facilitar que cada individuo exprese su punto de vista respecto a la ejecución y sobre aquellos elementos que ayudarían a alcanzar la excelencia. Así mismo, si existen quejas o discrepancias es el momento ideal para exponerlas.

Para que esta dinámica funcione existe una norma que no puede ser quebrantada: cuando estamos en desacuerdo, nunca nos referiremos a la persona, sino a la tarea o actitud. Por ejemplo, no sería aceptable una opinión del estilo “lo estás haciendo fatal”, mientras que “la calidad de tu trabajo es mejorable” o “necesitamos que tu compromiso sea mayor” sí serían pertinentes. Este tipo de expresión, que no agrede a la persona, abre la puerta al diálogo y deja entrever nuevas posibilidades.

# Un proyecto, un equipo.

La rutina mata la creatividad. Si lideras un grupo de personas, rompe con lo establecido y trata de enfocar la dinámica del equipo en la visión proyecto. De esta forma, el trabajo deja de ser lineal y lo configuramos en retos concatenados que introducen dinamismo en el día a día laboral. Salir del área de confort y expandir posibilidades permite que las personas crezcan y se enriquezcan.

El enfoque proyecto nos coloca en una zona de mayor vulnerabilidad ya que nos requiere exponernos y también confiar. Pero la recompensa bien lo merece: permite el crecimiento individual y la potencialidad que supone la suma de capacidades.