Hace unos días leí una encuesta de Gallup que, ciertamente, me impactó. Decía que el 85 por ciento de los trabajadores no se sienten ni motivados ni comprometidos. Es decir, que la gran mayoría de personas están desconectadas emocionalmente de su trabajo. Y añadiría, de vivir la propia vida.
Dejaba entender el estudio que los empleados alquilan su cuerpo y su mente unas horas al día sin aportar más allá que pura mecánica. Este hecho tiene dos graves consecuencias: una para la persona y otra para la organización.
La desmotivación incide directamente en el bienestar de las personas. Que un trabajo (o cualquier actividad) no nos satisfaga repercute en nuestro estado de ánimo. Desaparece el interés, la pasión, la satisfacción, la alegría o la implicación y aparecen el malestar, el desasosiego y la falta de compromiso. Si se trata de una situación puntual la podemos manejar pero si se cronifica, la falta de bienestar acaba impactando en todas las facetas de nuestra vida.
Cuando coincides con personas conocidas al finalizar el día y les preguntas «¿Qué tal estás?», es frecuente la respuesta: «Cansado/a». Y muchas veces recibimos la misma contestación al iniciar la jornada.
¿Y por qué estamos tan cansados? Obviamente porque tenemos muchas cosas que hacer, responsabilidades, problemas, presiones…
Pero ¿por qué cuando tenemos que hacer alguna actividad que realmente nos interesa, nos apetece, nos motiva, aunque hayamos descansado poco y estemos en el mismo contexto de presión no experimentamos esa sensación de cansancio?
Qué sabio es nuestro cuerpo… Cuánta información de valor nos facilita aunque muchas veces no sepamos descodificarla…
Para motivarnos, comprometernos, vincularnos emocionalmente las personas necesitamos un hábitat determinado, acotado, limitado.
En ciertas circunstancias, los límites no son una restricción o imposición sino más bien un acto de respeto y consideración hacia uno mismo. Así, por ejemplo, el incondicional amor que pueda sentir hacia mi hijo me induce inconscientemente a limitar determinadas conductas.
Acotar mis propias capacidades, responsabilidades y ambiciones contribuye a generarme un sentimiento de seguridad que permite desarrollarme con mayor plenitud.
Me parece complicado transmitir la sutileza del concepto límite en una sociedad donde se promulga “el todo es posible”. Lo ilimitado de este concepto es en si mismo una prisión.
Es perverso el pensamiento cierto de que puedo conseguir cualquier cosa a través de mi esfuerzo a pesar de que me puede llevar a la extenuación. Y si no lo consigo, aunque haya volcado todas mis fuerzas, me sentiré igualmente culpable o fracasado. ¿Y no es más bien un acto de humildad y de madurez ver y aceptar mis propias limitaciones?
No estoy hablando de conformismo o de rendición. Estoy hablando de aceptación, reconocimiento y profundo amor hacia uno mismo.
Porque de la misma forma que sin oscuridad no podemos ver la luz, sin límites no hay acceso a la libertad.